Dice Pablo Iglesias que la “cuestión nacional” es
probablemente el asunto más importante que se dejó abierto en la Transición, y
que ha estado “sangrando abiertamente” desde entonces en el País Vasco,
Cataluña y, en menor medida, Galicia. Tal vez tenga algo de razón viendo las
enormes sensibilidades que levanta el asunto, por muy vacío de importancia que
a algunos nos parezca. Un debate que se ha polarizado aún más en los últimos
años debido al desafío soberanista promovido desde Cataluña, sobre todo durante
los meses previos a la consulta del 9-N. Y que salta constantemente a la
primera plana de la actualidad, con los casos aparecidos estas semanas.

La cuestión lingüística es una de sus variantes más
habituales. La semana pasada Carolina Punset, portavoz de Ciudadanos en las
Cortes Valencianas, sorprendía a todos con la frase: “con la inmersión
lingüística volvemos a la aldea”. Una sentencia totalmente desafortunada, por
la forma y por el fondo. Sin embargo, planteaba una cuestión importante. Decía
que en el 90% de los colegios públicos en Castellón se educaba íntegramente en
valenciano, dejando al castellano como mera asignatura optativa. Lo citaba ante
el temor de que el nuevo gobierno valenciano extienda esta política a toda la
Comunidad. En Cataluña la situación es incluso más generalizada. Esto no es
serio. Nadie duda de que el valenciano deba estar presente en las escuelas,
enseñarse y hablarse, pero de una manera proporcional con el castellano e
incluso el inglés. En un mundo ya tan globalizado es un grave error centrarse solamente
en una de ellas y discriminar las otras dos. Y no vale lo de que el castellano
ya se aprende viendo la televisión, yendo al cine, escuchando música o
navegando por internet. La educación, en las escuelas. Garantizar la enseñanza
de los tres idiomas por igual es dotar a los jóvenes de unas mejores
condiciones para su futuro. Y es que así es como deberíamos ver las lenguas,
como simples herramientas en nuestras vidas. Este blog intenta ser un reflejo
de ello. Yo en el día a día uso el valenciano la inmensa mayoría del tiempo,
con familia y amigos, pero aquí escribo en castellano simplemente porque mis
reflexiones le llegarán a mucha más gente. Pero ojo, no nos confundamos. Las
lamentables palabras de Punset apuntan al valenciano como “una lengua de
segunda”, para entendernos, y evidentemente tampoco es eso. Se pasó tres
pueblos (o aldeas), esa es la verdad.
Las banderas y los himnos nacionales son quizás los
otros elementos más característicos. Unos días antes, Pedro Sánchez celebraba su
nombramiento como candidato del PSOE a las generales posando frente una inmensa
bandera española. Horas después lo justificaba diciendo que “es la bandera con
la que he crecido y por la que ha luchado la generación de mis padres”. ¿De
verdad sus progenitores lucharon por ese trozo de tela o por sacar adelante sus
vidas y la de sus hijos de la mejor forma posible? Seamos serios. Igual de
incomprensibles son los verdaderos enfrentamientos que se generan en muchas
localidades por la exhibición de unas u otras banderas en los ayuntamientos, me
da igual de qué signo. Centrar el debate en cosas tan abstractas e inútiles
significa descuidar otras problemáticas mucho más importantes. Con los himnos,
más de lo mismo. Menudo el revuelo que se produjo hace ahora justo un mes con
la pitada al himno español en la previa de la final de Copa en el Camp Nou
entre Barça i Athletic. Horas y horas de televisión y multitud de artículos
hablando sobre aquello; de si se trataba de libertad de opinión o una ofensa,
de si los pitos iban dirigidos al Gobierno, al Rey o a todos los españoles, de
si se debía sancionar a los clubes…etc. Incluso el presidente Rajoy salió al
paso para condenarlo, aprovechando así para desviar la atención de las miserias
de su gobierno. Yo la verdad no consigo meterme en la cabeza de los que pitaron
y adivinar sus intenciones… y tampoco me importa. Aquel día enchufé la tele
para disfrutar de un partido de fútbol y eso es lo que hice.
El verdadero fondo de todo esto es la excesiva importancia que se le da
a los denominados “símbolos identitarios”. Un sentimiento desproporcionado que
lleva a unos a desear nada menos que su independencia del Estado español (con
los enormes perjuicios que esto les traería) y a otros a “españolizar a los
niños catalanes”, como decía el exministro Wert (retrocediendo de golpe 50 años
en la Historia). Mejor nos iría a todos, unos y otros, si consideráramos las
lenguas como lo que son, meros instrumentos para facilitar la comunicación.
Mejor nos iría si viéramos las banderas como unos simples trozos de tela y los
himnos como simples composiciones musicales, nada más, con el añadido de que ambos
han ido cambiando a lo largo de la Historia (lo que nos da una idea de su
transcendencia). En definitiva, mejor nos iría si rebajáramos la tensión de esa
“cuestión nacional”, la redujéramos casi al absurdo, y centráramos nuestra
atención en modelos productivos, desigualdades sociales o garantías de
libertades en lugar de hacerlo en banderas, pitos y aldeas.